lunes, 14 de septiembre de 2009

Sobre el sufragio

Al principio fue la opresión y la oscuridad. Las monarquías y los imperios. La sangre azul y nosotros. Las ideas del pueblo se restringían a la intimidad, a murmullos escondidos con olor a subversión ante el distinguido olfato oficial. Las reverencias y alabanzas brillaban con hipócrita fulgor en los ojos de los súbditos al pasear reyes y magistrados sus coronas de oro entre la dignidad vestida de arado y hambre, al tiempo que sus corazones latían desesperanza a sus músculos y voluntades con espasmos de resignación. El único derecho era el de servir y honrar a otro.

La historia fue escrita con la sangre de los mártires que entregaron sus vidas por anhelos ajenos. Ambiciones precarias y grises marcaron la intensidad de sus miserias, y la opulencia de palacios y adornos era complemento natural de la carencia de los oprimidos. Durante miles de años respiraron un único deseo las bocas sedientas de millones de esclavos, campesinos, indigentes, enfermos, moribundos. Un único deseo que era llaga y esperanza, dolor y ansia eterna de libertad.

Pero la revolución triunfó al fin. Los oprimidos vencieron al dragón con guijarros y ramas, con ideas y con voluntad, con sangre y miseria. Decidieron su futuro por fin, y establecieron las normas primeras: democracia y libertad.

La fórmula fue válida y genial. Los textos se inflaron de derechos adquiridos; los ciudadanos - otrora súbditos, esclavos - aceptaron sus obligaciones con el orgullo de sus heridas ante la posteridad. La magia fue posible durante un día, dos, tres. Luego un mes cayó del calendario y la revolución no fue lo fue ya, y se denominó a sí misma gobierno. Los años se pisotearon y la realidad brillaba de constituciones republicanas.

Pero los Otros volvieron a encontrar la forma de erguirse, de tapar su pestilencia y hacernos creer que era la dulce fragancia de la verdad. Esta vez dejaron de lado la careta de faraón y se disfrazaron de industria, de calidad de vida, de capitalismo. No informaron amablemente acerca de una increíble cantidad de artefactos que debíamos adquirir cuanto antes para avanzar. Sin preguntarnos hacia dónde necesitábamos avanzar de forma tan urgente, ahorramos el fruto de nuestras horas y pagamos lo que pudimos. Pero resultó ser que no era suficiente, que el futuro era más caro que las estimaciones primeras; pensamos que era una lástima, y que no nos quedaba otra más que seguir siendo simples y cercanos a la vida. Fue entonces cuando ellos nos presentaron una solución; se vistieron de camisa y corbata y nos introdujeron al mágico mundo del debe y el haber, del interés compuesto y de la hipoteca.

Nos prestaron su dinero para que pudiéramos comprar artimañas cuya única finalidad era facilitarnos el pago de los intereses de tanta amabilidad; y nosotros, distraídos entre firma y firma por la magnificencia de dispositivos tan milagrosos como inútiles, olvidamos la esencia de aquel trato. Pronto fuimos súbditos otra vez. Los palacios eran ahora verticales orgullos de cristal, y las cadenas que nos ataban, contratos y libros contables.

Una verdad nos mantenía en pie; una verdad nos daba esperanzas: el derecho más grande que pudiéramos tener; el derecho que habíamos ganado a fuerza de guerras y muerte. La democracia parecía escudarnos de todo mal, de todo abuso. Y cada vez que votábamos creíamos estar vejando a todos esos atorrantes que querían venir a robarnos nuestra alegría junto con las joyas de la abuela y los enanos del jardín.

Pero ellos ya estaban ahí, también. Ellos ya llevaban certificados oficiales en sus bolsillos, ya podían estacionar en cualquier parte, ya podían hacer lo que quisieran.

Y cuando nos dimos cuenta, quisimos votar. Votar en contra de ellos, votar a cualquiera menos a ellos, a los Otros. Y vimos que en cada boleta había un nombre extraño, un nombre ajeno, un nombre que no era de ningún vecino. El cuarto oscuro fue un poco más lúgubre ese día, perdiendo toda su identidad como santuario de la libertad.

Nuevamente la revolución aleteó en el corazón del pueblo. Estando los términos de la lucha restringidos a un ámbito pavimentado sobre las bases de la equidad, los derechos adquiridos y la libertad de opinión, la batalla fue en los comicios; nuestras armas, el voto en blanco, el voto impugnado, el voto como grito de indignación y bronca. Sonriendo, ellos se acomodaron en sus sillones oficiales y siguieron jugando al truco. Conocedores de una verdad eterna, vaciaron la botella de whisky y nos hicieron pagar la cuenta con el impuesto al caramelo.

Mientras se jugaban nuestro futuro en un falta envido, pensaban en los ciclos del mundo, en generaciones de esclavos que habían roto sus cadenas. Pensaron en los nietos de esos esclavos que, a fuerza de renegar del derecho magnánimo y superior que habían heredado, se habían encadenado a sí mismos. Sonriendo, siempre sonriendo en la sombra, volvieron a repartirse las cartas que habían debido perder durante un par de décadas, para poder apoderarse de todo el mazo al fin.

Y nosotros, navegando en encuestas y tendencias, rencorosos del vecino y la familia, quebrados y secos de voluntad, sólo supimos seguir empujando la rueda.


Un beso, un abrazo, una caricia o un apretón de manos, según corresponda