jueves, 2 de abril de 2009

Los culpables

Coliflores y rúculas:

Encontrarán que es hoy bien difícil andar por ahí sintiéndose libre de culpa. Será tal vez por esa manía que tienen nuestros contemporáneos de identificar a los responsables de sus miserias o las de otros y lapidarlos simbólicamente o de hecho, según los usos y costumbres de cada temporada. Como no podía ser de otra manera, es habitual que se cometan errores en esta caza de brujas, y que termine pagando un perejil por los pecados ajenos. Ese papanatas te mira, como nos dice nuestro compatriota Gonzalez Oro, desde el espejo.

Desde distintos ámbitos se siente uno perseguido por la noción de que hay algo que no está haciendo bien, aunque no sepa qué yerro concreto está cometiendo.

Hemos sabido, por ejemplo, de un culto que - según intelectuales idóneos - se basa en el precepto de que los seres humanos nacen apestando de cierta culpa heredada, y el objetivo de la vida vendría a ser más o menos juntar el agua necesaria para darse una ducha espiritual.

Nos han aleccionado en repetidas oportunidades - y cada vez con más frecuencia - sobre el conjunto de actividades que desarrollamos desde nuestra ignorancia y tienen como consecuencia la lamentable degradación del ecosistema planetario. Quizás, quién sabe, un papel de caramelo Media Hora arrojado en el lugar preciso cause el desfasaje de los ciclos lunares y reduzca drásticamente la velocidad de expansión omnidireccional del universo.

Hemos sido advertidos sobre la inapelable relación causística entre nuestra falencia a decir "Buen día" y las campañas de exterminio étnico en África central o la esclavitud institucionalizada de trabajadores textiles en Corea del Norte. En algunas oportunidades se adjudica a esta relación una propiedad de retroactividad, según la cual el descuido banal de hoy explica horrores monstruosos del pasado.

Se espera de nosotros que reconozcamos la responsabilidad que nos cabe sobre dramas actuales tan terribles como la desnutrición y mortandad infantil, la escasez de recursos económicos en regiones olvidadas, la amoralidad generalizada en la sociedad y el deterioro progresivo pero rotundo de los valores éticos más básicos en los individuos. Después de todo, ¿qué cabe esperar de un mundo en el que los niños juntan figuritas de Bob Esponja o escuchan canciones de Miranda?

Voy a decirlo de una buena vez: me tienen podrido.

Gonzalez Oro y los fértiles escritores de cartas de lectores a los diarios y los panelistas de Gran Hermano y los críticos de cine y las comadronas que parlotean en la verdulería y los ejecutivos que hacen gala de sus tarjetas de presentación en el puticlub y los estudiantes Letras y los desconocidos que hablan en salas de espera para pasar el tiempo y dicen "esto es culpa nuestra, por ser como somos"... todos ellos me tienen harto.

Y este hartazgo merece aclaraciones, para acallar los brazos levantados y las manifestaciones que ya se avisoran desde el país de los defensores de la libertad de expresión. No es la falta de acuerdo lo que me agota. Ese disenso es una consecuencia natural de que cada uno pueda decir lo que le plazca. Lo que resulta exasperante es escuchar que numerosas voces dicen, una y otra vez, con insistencia, con simulada sapiencia y porfía, que somos "nosotros" los culpables de nuestras desgracias. Porque - y he aquí el carozo de esta aceituna - cuando hablan de "nosotros" no se refieren al dictador que ordena la matanza, al gobernante que acepta el soborno, al juez incapaz de cumplir sus funciones. Se refieren a los que nunca serán dictadores ni gobernantes ni jueces. Cuando dicen "es culpa nuestra", no señalan al criminal que asesina, al corrupto que roba, al pícaro que estafa. Señalan a "la sociedad" por no enseñar a no matar (y todos conformamos la sociedad), cabecean hacia el infeliz que tiene que darle 10 pesos al policía para que no le secuestre el triciclo, vociferan contra el pobre diablo que falló en detectar la malicia del estafador.

Esta sutil inversión de responsabilidad es difícil de detectar y casi imposible de contradecir. En la mayoría de los casos, es más facil demostrar inocencia que culpabilidad. El inocente no halla razón ni sentido en una falsa acusación; el honesto carece de los medios para combatirla con el mismo descaro con el que fue formulada. ¿Pudo alguna vez un esposo fiel fumigar el germen de la duda, una vez que halló refugio en el alma de su amada? ¿Pudo jamás el erróneamente declarado culpable y luego demostrado inocente encontrar la unánime aceptación de quienes pidieran para él la horca?

Una acusación es tanto más poderosa cuanto menos culpable es el acusado.

El acusado eres tú, querido lector. El acusador - ¡oh, ironía! - también eres tú.

Esperan de tí que dejes todo lo tuyo, que renuncies a cada una de tus costumbres, que renieges de todo lo que define tu naturaleza, y que te entregues sin condiciones gritando con todas tus fuerzas "¡¡SÍ, ES CULPA MÍA!!". Exigen que dediques tus días a remendar la falla. Demandan tu contrición eterna. Te intiman mediante panfletos, miradas de reojo, megáfonos en plazas públicas, discursos televisados y - la última moda - videos publicados en Internet. Sociólogos, periodistas, psiquiatras, economistas, sindicalistas, pedagogos, comisarios, celadores, maestros suplentes, barrenderos, inspectores de sanidad y demás figuras de autoridad esperan que aceptes tu responsabilidad irrenunciable sobre todas las desgracias de este planeta.

Y sí, por supuesto que van un paso más allá: te piden que despiertes a tu vecino en medio de la noche, y le recuerdes que también él es culpable.

Me tienen harto. Todos los Gonzalez Oro me tienen harto.

Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.