lunes, 14 de septiembre de 2009

Sobre el sufragio

Al principio fue la opresión y la oscuridad. Las monarquías y los imperios. La sangre azul y nosotros. Las ideas del pueblo se restringían a la intimidad, a murmullos escondidos con olor a subversión ante el distinguido olfato oficial. Las reverencias y alabanzas brillaban con hipócrita fulgor en los ojos de los súbditos al pasear reyes y magistrados sus coronas de oro entre la dignidad vestida de arado y hambre, al tiempo que sus corazones latían desesperanza a sus músculos y voluntades con espasmos de resignación. El único derecho era el de servir y honrar a otro.

La historia fue escrita con la sangre de los mártires que entregaron sus vidas por anhelos ajenos. Ambiciones precarias y grises marcaron la intensidad de sus miserias, y la opulencia de palacios y adornos era complemento natural de la carencia de los oprimidos. Durante miles de años respiraron un único deseo las bocas sedientas de millones de esclavos, campesinos, indigentes, enfermos, moribundos. Un único deseo que era llaga y esperanza, dolor y ansia eterna de libertad.

Pero la revolución triunfó al fin. Los oprimidos vencieron al dragón con guijarros y ramas, con ideas y con voluntad, con sangre y miseria. Decidieron su futuro por fin, y establecieron las normas primeras: democracia y libertad.

La fórmula fue válida y genial. Los textos se inflaron de derechos adquiridos; los ciudadanos - otrora súbditos, esclavos - aceptaron sus obligaciones con el orgullo de sus heridas ante la posteridad. La magia fue posible durante un día, dos, tres. Luego un mes cayó del calendario y la revolución no fue lo fue ya, y se denominó a sí misma gobierno. Los años se pisotearon y la realidad brillaba de constituciones republicanas.

Pero los Otros volvieron a encontrar la forma de erguirse, de tapar su pestilencia y hacernos creer que era la dulce fragancia de la verdad. Esta vez dejaron de lado la careta de faraón y se disfrazaron de industria, de calidad de vida, de capitalismo. No informaron amablemente acerca de una increíble cantidad de artefactos que debíamos adquirir cuanto antes para avanzar. Sin preguntarnos hacia dónde necesitábamos avanzar de forma tan urgente, ahorramos el fruto de nuestras horas y pagamos lo que pudimos. Pero resultó ser que no era suficiente, que el futuro era más caro que las estimaciones primeras; pensamos que era una lástima, y que no nos quedaba otra más que seguir siendo simples y cercanos a la vida. Fue entonces cuando ellos nos presentaron una solución; se vistieron de camisa y corbata y nos introdujeron al mágico mundo del debe y el haber, del interés compuesto y de la hipoteca.

Nos prestaron su dinero para que pudiéramos comprar artimañas cuya única finalidad era facilitarnos el pago de los intereses de tanta amabilidad; y nosotros, distraídos entre firma y firma por la magnificencia de dispositivos tan milagrosos como inútiles, olvidamos la esencia de aquel trato. Pronto fuimos súbditos otra vez. Los palacios eran ahora verticales orgullos de cristal, y las cadenas que nos ataban, contratos y libros contables.

Una verdad nos mantenía en pie; una verdad nos daba esperanzas: el derecho más grande que pudiéramos tener; el derecho que habíamos ganado a fuerza de guerras y muerte. La democracia parecía escudarnos de todo mal, de todo abuso. Y cada vez que votábamos creíamos estar vejando a todos esos atorrantes que querían venir a robarnos nuestra alegría junto con las joyas de la abuela y los enanos del jardín.

Pero ellos ya estaban ahí, también. Ellos ya llevaban certificados oficiales en sus bolsillos, ya podían estacionar en cualquier parte, ya podían hacer lo que quisieran.

Y cuando nos dimos cuenta, quisimos votar. Votar en contra de ellos, votar a cualquiera menos a ellos, a los Otros. Y vimos que en cada boleta había un nombre extraño, un nombre ajeno, un nombre que no era de ningún vecino. El cuarto oscuro fue un poco más lúgubre ese día, perdiendo toda su identidad como santuario de la libertad.

Nuevamente la revolución aleteó en el corazón del pueblo. Estando los términos de la lucha restringidos a un ámbito pavimentado sobre las bases de la equidad, los derechos adquiridos y la libertad de opinión, la batalla fue en los comicios; nuestras armas, el voto en blanco, el voto impugnado, el voto como grito de indignación y bronca. Sonriendo, ellos se acomodaron en sus sillones oficiales y siguieron jugando al truco. Conocedores de una verdad eterna, vaciaron la botella de whisky y nos hicieron pagar la cuenta con el impuesto al caramelo.

Mientras se jugaban nuestro futuro en un falta envido, pensaban en los ciclos del mundo, en generaciones de esclavos que habían roto sus cadenas. Pensaron en los nietos de esos esclavos que, a fuerza de renegar del derecho magnánimo y superior que habían heredado, se habían encadenado a sí mismos. Sonriendo, siempre sonriendo en la sombra, volvieron a repartirse las cartas que habían debido perder durante un par de décadas, para poder apoderarse de todo el mazo al fin.

Y nosotros, navegando en encuestas y tendencias, rencorosos del vecino y la familia, quebrados y secos de voluntad, sólo supimos seguir empujando la rueda.


Un beso, un abrazo, una caricia o un apretón de manos, según corresponda

viernes, 14 de agosto de 2009

Teoría general de las personas (parte tercera)

Gacetillas y panfletos:

Ha visto el mundo épocas más oscuras que ésta que nos toca vivir. Medimos la intensidad de esa oscuridad a través de métricas que están indefectiblemente unidas a nuestro presente. Nuestras nociones sobre la ética y la moral, el bien y el mal, el deber y los derechos, la justicia y el crimen, no son universales e inmutables. Nacen, crecen y mueren junto al lento devenir de la historia humana, de manera tal que lo que hoy es un derecho impertubable como las montañas, mañana habrá de ser un crimen que ni el más vil de los hombres se atreverá a cometer.

Cómodamente establecidos hoy en el futuro que ayer tratábamos de adivinar, podemos identificar qué circunstancias han cambiado desde los remotos siglos en que el hombre creyó prudente registrar los aconteceres cotidianos para deleite de sus descendientes. En ocasiones nos maravillamos por la majestuosidad de obras que han fraguado en las arcillas inconstantes del tiempo, como firmes testimonios de la capacidad creadora de hombres grandes. Otras, nos indignamos ante horrores que desafían la comprensión del alma piadosa, sin poder entender cómo pudieron las estrellas permitir afrentas tales a todo sentido y razón.

El consenso general parece ser que la humanidad está hoy mejor que lo que estuvo ayer, a pesar de que un breve análisis de la realidad nos sugiera que por cada avance hubo un retroceso, por cada éxito genial una lamentable derrota.

Como siempre, hoy desafiaremos una idea con análisis parabólicos y conclusiones tangenciales. Erigiremos alguna conclusión apresurada y huiremos despavoridos ente la primera sombra de antagonismo. Hablaremos sobre uno de los pilares de la sociedades contemporáneas, uno de los preceptos más básicos forjados tanto en constituciones de repúblicas como en reglamentos de consorcios y en estatutos de centros de estudiantes: el derecho de las personas a tener ideas propias, aún cuando esas ideas estén con conflicto con las de otros. Generalizando aún más: el derecho a ser diferentes con respecto a casi cualquier adjetivación a la que pueda ser sujeto un hombre.

Altos y petisos; gordos y atléticos; inteligentes e idiotas; sensibles y rústicos; capaces e ineptos; homosexuales, heterosexuales y asexuados; apáticos y simpáticos; lúgubres y divertidos; sosegados e hiperactivos; revolucionarios y mediocres; incisivos y conciliadores; brutos y afables; judíos, budistas, cristianos o adoradores del Chupacabras; locuaces y escuetos. Todos gozamos - al menos formalmente - de libertad de voto, expresión, culto y tránsito. Todos podemos vestir las ropas que queramos, escuchar la música que nos resulte más suave, leer los libros que se nos antoje, juntarnos con quien nos plazca, irnos cuando algo nos disgusta, plantarnos cuando nos consideramos víctimas de la injusticia, o no hacer ninguna de estas cosas si queremos deslizarnos por la vida como gusanos y perdernos en la niebla final sin dejar rastros.

Nacemos en blanco, un tapiz baldío sobre el que nosotros mismos hemos de dibujar la persona que queremos ser. Nadie debe juzgar tus colores, amigo. Tú no puedes juzgar los ajenos. No hay combinación inaceptable, pues todos los arcoiris están permitidos. No hay molde ni regla. Todo es válido en este mundo sin fronteras ni escrúpulos. Es proscrito quien, puesto frente a alguna cualidad de un vecino que halla inapropiada o desagradable, tiene la mala fortuna de abrir la boca y expresar su desacuerdo. Porque ¡oh caramba! ¿cómo habría uno de no aceptar al prójimo tal y como viene, con sus fortalezas pero también sus defectos, sus aciertos y sus pequeñas vilezas?

Es curiosa la progresión que siguen ciertos transeúntes de verdadas nubladas, quienes se escandalizan ante la menor crítica. Se abrazan a la noble idea de defender la diversidad y abrazar la aceptación, de no doblegarse ante la intolerancia. Comienzan: "¿Quién se cree usted que es, caballero, para desaprobar el peinado de mi cuñado?", "¿a quién le ha ganado usted, señorita, para reirse de mis zapatos?". ¡Si tan solo se detuvieran ahí! Pero no; está en la naturaleza del hombre conducir al enemigo a la máxima humillación. Continúan: "Usted es un salvaje, un prepotente. ¡La intolerancia también es violencia!" Claro que sí, pero qué fácil es trocar la efervescencia en pasión; y qué sencillo que la pasión se desboque, eclipsando la razón. Terminan: "¡Mejor mándese a mudar, intolerante de cuarta! ¡¡El mundo está como está por hijos de mala madre como usted!! ¡¡AGÁRRENME, AGÁRRENME QUE LO MATO!!"

Con sutil alquimia, el ofendido convierte su lucha contra la xenofobia en un ejemplo perfecto de contradicción, pues ataca una opinión diferente a la suya esgrimiendo el argumento de que las opiniones no se condenan, por distintas que sean. Poco importa aquí cómo valore cada uno la opinión refutada. Lo que sorprende es la falta de coherencia. Es irrelevante que el otro sea un canalla, porque la contradicción se mantiene.

Hemos reflexionado sobre el conflicto entre los hombres, suponiendo que acaso sea inevitable, y que tal inevitabilidad sea quizás deseable. Hemos ponderado los momentos en los algunas personas toman un conjunto de criterios para evaluar a sus semejantes; pero cuando deben evaluarse a sí mismos, mutan esos criterios o los abandonan por otros nuevos, ya por inoperancia, ya porque experimentar el objeto bajo juicio es condición necesaria para juzgarlo. Decimos hoy que aquí y allá, en salas pobladas por gente entendida o por zopencos, se da un curioso caso de conflicto. Un hombre critica a otro. El primero siente (tal vez con certeza) que su libertad de elección está siendo ofendida a través de esa crítica. Evalúa que algo debe hacer para poner a su interlocutor en vereda y - he aquí su error - el arma que usa es acribillar la libertad de su oponente, invalidando en ese mismo acto su propia libertad.

El problema excede la espiral semántica; se refiere a la forma en que afrontamos situaciones de conflicto y los elementos que utilizamos para resolverlos.

Por supuesto, no debemos descartar factores de índole práctico; no pretendemos modelar a un hombe con una máquina de Turing colosal, que nunca se desvía del programa preestablecido. Más habitualmente de lo que sería deseable se encuentra uno con miserables que no tienen ningún escrúpulo en socavar toda construcción social para alimentar su cinismo y su sensación de autosuficiencia. Se enajena uno ante estos individuos. Con ciertos imbéciles no puede razonar el hombre sensible, y encuentra que su arsenal de buenos modales y razonamientos impolutos no le alcanzan para superar los volcanes de indignación que presionan contra su pecho. En el afán de resolver una injusticia comete la torpeza de caer en otra, si bien menor en gravedad, y en esa diferencia podemos hallar lugar para la disculpa.

Pero otros (¡ay, siempre los Otros!), enceguecidos por el estupor de hallarse ante una situación de conflicto, parecen cesar toda actividad cognitiva perceptible y se arrojan sin paracaídas al abismo de la incoherencia. Constituyen una liga que insiste en defender sus derechos a capa y espada. Aciertan en que la defensa de esos derechos debe ser inexorable y perenee, pero yerran al elegir el arma: su espada tiene dos filos, y el más agudo apunta siempre hacia adentro.

El concepto de libertad no puede referirse al individuo aislado, independizado por completo de la sociedad. Tal individuo no existe. De existir, la palabra "libertad" no tendría significado para él, como tampoco lo tendrían sus antónimos: opresión, persecución, cautiverio. Por lo tanto, debe ser definida en función de la relación que existe entre los individuos sobre los que versa. Y toda relación tiene, al menos, dos extremos. Si al definir uno de los aspectos de la libertad sólo consideramos un extremo (en este caso, el derecho de cada uno a tener sus propias opiniones) olvidando el otro (la consecuencia natural del primero: que casi forzosamente habrá alguien con una opinión distinta), entonces la definición está amputada.

La frase "cada uno tiene derecho a ser como es" es correcta, pero también sutilmente confusa. Sin más aclaraciones, hace creer al desatento que su libertad es infinita e ilimitada: una clara imposibilidad. Los límites de la libertad están implícitos en el concepto que representa. La relación entre los hombres no puede implicar jamás que cada uno haga lo que quiera, de la manera que se le antoje, en el momento que se le ocurra. Si se cruzaran dos personas con intenciones contrapuestas, ¿cuál de las dos debería poder ejecutar la suya? ¿Ambas? La contraposición implica que no es posible. ¿Ninguna, entonces? ¡Entonces no son libres!

Esto no significa que la libertad no exista; significa que la palabra se refiere a otra cosa: al concepto que define las cosas que uno puede hacer, y por extensión aquellas que no puede hacer para permitir a sus congéneres hacer las primeras. Podemos decir incluso que en el concepto de libertad es más importante establecer ese límite de manera satisfactoria que enumerar las acciones que permite.

La posibilidad de cada uno de albergar las ideas y gustos y preferencias que quiera, entonces, debe por fuerza estar limitada, dando lugar a que otros gocen del mismo derecho.

La detección del disentimiento no debería disparar una automática condena del antagonista; más bien, debería llamarnos a la reflexión, a la argumentación a favor o en contra, a la búsqueda de terrenos en común. En última instancia, si esos territorios no existieren, a una afable declaración de insolubilidad. Pero nunca jamás debería uno pedir la horca para aquel que se declara en desacuerdo.

Si hoy pides ejecución sumaria para un imbécil, amigo, no te sorprendas si mañana el imbecil eres tú, y el coro reclama para tí el cadalso.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

miércoles, 15 de julio de 2009

Teoría general de las personas (parte segunda)

Piñatas y bombuchas:

Llegamos a este mundo con un vacío total de conocimiento e ideas. Posiblemente sean las primeras sensaciones del recién nacido un frescor desconocido, una ilumninación alienígena, las estridencias voluptuosas de un entonrno que le es foráneo. Pero es imaginable que no sean estas sensaciones en sí mismas lo que más afecte al alma nueva; tal vez el llanto que las comadronas buscan como prueba de salud sea causado por la súbita revelación de que su mente se halla destilada de todo conocimiento.

Ha de dedicarse el niño el resto de su vida al afanoso trabajo de sustituir ese vacío por completitud. Buscará también reemplazar el llanto inicial por otras mil formas de anunciar su descontento a un universo que no le dedica sino indiferencia. Las herramientas que usará para tal empresa serán: sus sentidos, el portal a través del cual la naturaleza intentará transmitirle sus secretos; su capacidad mecánica de afectar los objetos que lo rodean; su sensibilidad, que usará como recordatorio de que sigue vivo porque aún queda vacío por conquistar, con la que buscará consuelo en los inevitables momentos en que la tarea le pareza inabarcable; su intelecto, que entrenará para descubrir nuevas formas de acopiar sabiduría con la cual rellenar aquel páramo desértico que le tocó en suerte al nacer.

Lenta pero inexorablemente nuestra especie ha a aplicado estas herramientas a incontables disciplinas con la esperanza de aumentar siquiera un ápice su conocimiento. Hemos descubierto métodos magistrales para que el fruto de tan arduos esfuerzos perdure en el tiempo, excediendo la vida del individuo que lo procure originalmente, perpetuándose como capital inalienable de nuestros sucesores.

Por fortuna, no todos los hombres exploran las mismas áreas de la naturaleza. Están los que intentan alcanzar la profundidad última del espacio y la minimalidad máxima de las componentes básicos de la materia. Están los que se bastan con representaciones abstractas y analizan la posiblidad de todo sin necesidad de que nada pase por sus manos. Existen quienes tratan de combinar ambas formas en una visión totalizadora del entendimiento de la que nada escape y con la que todo pueda ser explicado.

En un territorio aislado, rodeados por océanos indómitos en los que los capitanes más temerarios no osan siquiera lavar sus camisas, habita la legión de aquellos que intentan desenterrar los secretos del comportamiento humano. Su dedicación es analizar al prójimo, interpretar sus palabras, contrastarlas con sus acciones. Elaboran un arcoiris de posibles explicaciones en el afán de determinar con el menor error posible cuál es la cabal esencia del hombre en general y de cada persona en particular.

Todos somos en mayor o menor medida estudiosos del vecino. Esta tarea - sea conciente o no - nos permite relacionarnos y formar comunidades. Si el océano que separa a los unos de los otros fuese infranqueable no habría posiblidad alguna de comunicación.

Debemos lamentarnos de haber conseguido, hasta el momento, menos éxitos que fracasos. Mientras que pensadores aplicados a otras problemáticas superan una y otra vez los límites alcanzados sus predecesores, quienes se asoman al abismo del alma humana pronto se alejan embargados por el vértigo. Múltiples son los problemas que el hombre se ha planteado sobre sí mismo una y otra vez desde que supo diferenciarse de las rocas que pisaba o el agua que bebía, y curiosa es la fatalidad en la que se sumerje a cada paso la empresa de resolverlos.

¿Qué es el amor? Dirá un adolescente que es los muslos de su compañera de banco; una anciana que lo ve en la sonrisa de sus nietos, un gobernante que lo oye en el clamor ardiente de su pueblo; un creyetente que lo adivina en cada brizna de hierba y en cada amanecer. Insistirán los románticos en que el amor es poder renunciar al amor para favorecer al amor del amado. Entenderá un padre que creía saber lo que era el amor, hasta que su hijo lo miró por primera vez. ¿Existe el alma? Hablarán algunos sobre reencarnaciones cíclicas y eternas, otros sobre mediciones realizadas en momentos fundamentales. Dirán algunos que la han perdido en la guerra y otros que la han entregado a su amada. Explicarán aquellos que es un préstamo prendario del creador original y que en la hora final seremos embargados y habremos de pagar con intereses; refutarán éstos que es una llama que se enciende de la nada y hacia la nada eterna se consume. Jurarán los cínicos que ni el amor ni el alma existen, pero que en el remoto caso de existir, es el amor el cincel macabro con el que un espíritu negro separa al hombre poco a poco de su alma. Juraremos nosotros que el amor existe y no sentiremos la necesidad de justificarnos.

La lista es tan extensa como personas quieran leerla.

Entre tantas dudas que no hallan saciedad, es fácil atorarse y no saber cuál atacar primero. Se pregunta uno si la verdad valdrá la pena. Pero la verdad siempre vale la pena; aunque a veces el boleto para alcanzarla sea impagable. Habiéndonos preguntado en la edición anterior acerca de las causas del conflicto entre los hombres y su posible necesidad como agente instigador de la diversidad, proseguimos hoy nuestra alocada aventura de rellenar el vacío que nos recibió al nacer analizando una curiosidad de las personas; curiosidad con la que nos hemos topado una y otra vez en las gentes más disímiles.

¿Por qué será, camaradas, que todos y cada uno de nosotros sufrimos la irrefrenable tentación de juzgar al prójimo con un conjunto de reglas absolutamente disyunto del que empleamos para juzgarnos a nosotros mismos? ¿Por qué será que sólo parecen superar esta tentación los santos, los profetas y los mártires, virtuosos en cualidades que el resto de nosotros tenemos diluidas? En esta época de libertades exacerbadas resulta ofensivo hacer referencias directas a conciudadanos contemporáneos, y mucho más si es para ejemplificar condiciones nocivas de la existencia. En esta columna valoramos los laberintos referenciales, ocultando la identidad de los aludidos en tormentas metafóricas de calidad cuestionable: nuestro pequeño aporte a la conservación de los protocolos sociales imperantes. No diremos, entonces "fijate que este tipo Juan Perez que conocí hace años hizo tal o cual cosa". No publicaremos direcciones postales ni números telefónicos ni cuentas bancarias. Nos limitaremos, como siempre, a disparar con balas de salva.

En conversaciones con amigos es habitual que se refiera algún acontecimiento, mientras se ameniza la velada con destilaciones o fermentos compadres del paladar. Busca casi siempre quien habla obtener de sus colegas una conclusión. Y uno, como buen amigo que es, intenta dar lo mejor de sí al elaborar esa conclusión respondiendo a la pregunta "¿qué hubiera hecho yo?" de la forma más honesta y sensata posible. O la pregunta a responder sea tal vez "¿esto que ha ocurrido es algo bueno o algo malo? ¿debe ser festejado o censurado?". Sin importar cuál fuere el caso, con el mismo empeño aplica lo que ha aprendido durante su vida a esta situación - que le es ajena, no olvidemos esto - y finalmente emite su juicio: "yo hubiera hecho tal cosa"; "eso que ocurrió es despreciable"; "de tal embrollo no se podía esperar solución mejor".

Vemos la expresión de juicios similares a toda hora del día por parte de todas las personas: en los comentarios más inocentes, en los gestos más disimulados, en inflexiones sutilez de la voz. Existe incluso una horda de individuos que gozan haciendo públicas sus opiniones sin que nadie haya tenido antes la amabilidad de solicitarlas. Y uno recopila estos juicios de forma más o menos automática como parte del procedimiento para entender a sus congéneres. Luego inducirá: "si Juan Perez dice que X es malo, creyendo yo que Juan Perez quiere hacer el bien, entiendo que evitará hacer X".

No nos intriga tanto que el señor Perez demuestre luego que puesto él frente a X no lo rehusará, sino que más bien lo abrazará como a un ídolo que tuviese la facultad de otorgarle vida y riqueza eternas. Lo que queremos saber es por qué cree este buen hombre que el mismo razonamiento que usó para decidir sobre una situación ajena no es válido cuando la misma situación le es propia. Interpelado, apresura explicaciones que intentan desigualar las premisas iniciales. Relativiza factores fundamentales. Cancela rotundamente términos críticos. Se ofende. Se llama al silencio. Invoca protecciones mágicas para sí mismo cuando no las aceptaba para terceros. En el peor de los casos, olvida su posición inicial y afirma haber tomado partida por la contraria, jurando sobre textos sagrados e invocando el nombre de parientes cercanos. Si se ve acorralado, prefiere darse a la fuga antes que aceptar la derrota. No dice "creo que me he equivocado, ruego su perdón". Dice "usted, caballero, no me entiende".

Tampoco llama nuestra atención saber que nosotros mismos hemos caído en la misma desgracia en repetidas ocasiones.

¿Qué es lo que falla? ¿La interpretación original, o la aplicación posterior de la conclusión obtenida? ¿Será que es imposible evaluar cierto tipo de cosas hasta que nos ocurren a nosotros mismos? ¿Existe una porción de la experiencia que es inalcanzable por el mero uso de la razón? No nos referismos a purismos metafísicos, a formalidades de procedimiento. Nos preguntamos si para entender algunas cosas es condición necesaria haberlas vivido antes. Las consecuencias de tal idea son aterradoras. En principio, de ella se desprende que es imposible enseñar algunas cosas. Que el alumno está condenado al fracaso por la naturaleza misma de su objeto de estudio: no es estudiable hasta que haya sido experimentado, mientras que experimentarlo sin conocerlo equivale a tropezarse con él y caer. Pero más difícil es averiguar cómo hemos de ponernos de acuerdo sobre cuáles cosas entrarían en esta categoría y cuáles no.

El hombre cambia a cada momento. La experiencia alimenta este cambio. Un resultado del cambio es la variación de las opiniones, su refinamiento y mejora. Es entonces factible que al vivir una situación nuestra percepción de ella cambie. Hemos de entender entonces que las personas utilicen la experiencia misma como la única forma de mejorar sus juicios. ¿Quien puede decir que sabe qué es el amor sin haber amado?

Por otro lado, si existen cosas que no debamos experimentar a priori para poder entenderlas, debemos aceptar que alguien pueda opinar sobre cosas que nos han ocurrido a nosotros y tenga razón mientras nosotros estemos equivocados. Negar estas cosas cuya evaluación debería ser invariable implica aceptar que todo es subjetivo, y entonces el acuerdo entre dos personas es torna prácticamente imposible. ¿Debes tú asesinar para entender es algo condenable?

Se ve superada nuestra capacidad cuando queremos alcanzar una respuesta satisfactoria.

Existen, por supuesto, seres superiores que saben mantener un constante equilibrio entre sus juicios sobre los demás y sus propias acciones. Almas elevadas que consiguen interpretar la experiencia ajena como si fuera propia, para las que la experiencia sólo es confirmación de algo que ya sabían, ante las que nos humillamos de continuo, cuya mera presencia debería hacernos sonrojar. Son pocos, sin embargo. Nos sirven como faro en la niebla para evadir las espumas peligrosas, como tutores para asistirnos en hallar el camino de la superación. Pero no, lamentablemente, para extraer una idea general sobre el comportamiento de las personas. No aún, por lo menos. Hemos de celebrar el día en que sean ellos los dueños del mundo y nos los filósofos de verdulería, los magnates de la inoperancia.

Sirvan estas líneas para reconocer el tumor, aunque carezcamos de los métodos para identificar sus causas o extirparlo de una buena vez. Sirvan como alerta, para que en lo sucesivo seamos cuidadosos con nuestras palabras. Sirvan como advertencia para los que caminan por la otra vereda. Quién sabe si dentro de poco, sumando esta noción a otras, veamos cómo emerge de las profundidades un mapa cada vez más preciso. Tal vez dentro de poco, antes de que nos toque irnos de este mundo, podamos ocupar al menos un estante de esa habitación vacía en la que aparecimos al nacer con el gratificante trofeo de haber entendido no las estrellas, no las fuerzas invisibles que unen las partículas más ínfimas, sino a nosotros mismos.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

martes, 14 de julio de 2009

Teoría general de las personas (parte primera)

Orquídeas y malvones:

Trastabilla el hombre mientras vive. A tientas, enceguecido e inexperto, aventura pasos o carreras a través de rutas sumidas en la niebla. Otros van a su lado, pero si intenta acercarse, tocarlos, abrazarse, descubre las más veces que son espectros descerebrados que deambulan: han perdido el rumbo o nunca supieron tenerlo. Sólo por ventura intuye un alma afín en la distancia; un espíritu en sintonía con el que puede redactar una alianza temporal o eterna. Si es afortunado, tendrá fuerza para correr tras ella. Si cuenta con el beneplácito de los dioses, le dará caza y juntos podrán luchar contra la niebla.

Disiparla es alcanzar la sabiduría.

Solo o en legión, intenta el hombre entender hacia dónde va, por qué en el mundo en el que vive reina la sombra - si bien los ratos de sol son numerosos. Sospecha (tal vez certeramente) que la nube que lo rodea sucumbirá ante su entendimiento. Cada uno busca respuestas en disciplinas diferentes, a las que está predispuesto por designio celestial o caprichos de los aconteceres diarios (no siempre es el destino, muchachos y muchachas, un señor de barba tupida y mirada inflexible; es también, por qué no, una fatalidad o un golpe de suerte).

Algunos elegidos derrotan la ignorancia. Con altruismo, humildad y esperanza desparraman sus descubrimientos por doquier, en un esfuerzo por reducir la distancia que los separa de sus hermanos espectros. Pocas veces lo logran.

No somos aquí virtuosos de la ciencia o el arte. Estas líneas están signadas por el caos, la ambigüedad y el desconcierto recurrentes. Pero también por una irreflenable necesidad de perseguir la solución a esas incógnitas, por más esquivas que sean al alma sencilla, por más fatua que sea la posibilidad de éxito. Es dable entender que la reflexión de la semana no es más que la crónica de tales desventuras. El lector constante y avisado lo habrá adivinado ya.

Hoy presentamos el croquis desaliñado de una noción que germina en cajones cuya llave se extravía de continuo.

¿Qué noción es esta? Nos preguntamos sobre la naturaleza del conflicto.

¿Cómo podemos justificar el conflicto entre los hombres? Pensadores de todo tipo encontrarán causas distintas. Estas causas, en general, concordarán con la disciplina en la que mayor destreza tengan. ¿Pero habrá una forma de comprenderlas a todas en una única descripción que aplique a todos los casos? ¿Una teoría general, si se quiere, que nos permita entender por qué existe el conflicto? Habiendo tantas herramientas al alcance de la mano para discurrir en conjunto y encontrar territorios en común, intersecciones entre las expetativas, frecuencias que armonicen entre sí ¿por qué insistimos, una y otra vez, en el desentendimiento?

Nos consta que no por falta de intentar hallar ese páramo sobrenatural en el que todas las necesidades se vean satisfechas, todos los reclamos atendidos, todas las dudas aclaradas. Existen incontables reportes de litigantes que acusan haber propuesto mediaciones, medidas cautelares, contratos vinculantes y otras morisquetas para prevenir el desastre. Nos han llegado testimonios de todos los puntos cardinales en los que las partes juran bajo libros sagrados, mantos de la descarga y medallones poderosos haber dado lo mejor de sí para conservar la diplomacia y las buenas costumbres.

Aún así, lo único que parece encontrar la humanidad en cada esquina es una nueva excusa para agarrarse a palazos con el vecino. ¿No lo vemos - no lo ves, camarada - todos los días en el colectivo, pequeños tiroteos mundanos? ¿No están poblados los diarios de relatos de balaceras sin sentido? Basta salir a la calle para toparse con el desencuentro.

¿Crees acaso que los problemas del mundo no tienen solución? Te equivocas. Hay un único problema que parece no tener solución: cómo cuernos ponernos de acuerdo.

La maravillosa y compleja diversidad que caracteriza al género humano es fuente tanto de riquezas invaluables como de salvajadas innombrables. La multiplicidad de criterios, puntos de vista, fortalezas de espíritu, precariedades de la sensibilidad, grados de inteligencia, niveles de cordura, rigidez o soltura de carácter nos han dotado de un espectro amplísimo de tapices donde pintarrajear retratos de nuestra escencia como mejor nos plazca. A la oportunidad de acceder a esos tapices sin restricciones llamamos libertad.

Y resulta que cada uno de nosotros, en el afán de encontrar el camino que nos aleje de la niebla, el faro que nos guíe hacia una costa sin espuma, en cada momento tenemos nuestra atención enfocada en una cosa más que en todas las demás. No importa cuál sea esa cosa para tí, amigo, ni cuál sea para mí. Siempre hay una que goza de nuestra preferencia. No se trata de que en cada etapa de la vida persigamos un único objetivo, sino de que habrá, siempre, uno que será el primordial. La consecución de los demás estará subyugada a la de éste.

El conflicto, naturalmente, surge cuando sentados a la misma mesa, al pintar nos estorbamos los unos a los otros. Cuando nuestros objetivos no están en sincronía. Cuando detectamos la disonancia pero no sabemos cómo lograr el equilibro. Cuando tal equilibrio nos tiene sin cuidado.

No importa si los involucrados son naciones enemigas, barrios que compiten en torneos de fútbol o provincias que discuten por partidas presupuestarias. Da igual que se trate de dos personas o dos multitudes. Habrá conflicto toda y cada vez que el objetivo de uno no sea el objetivo del otro.

Y si hemos de solucionar los conflictos, ¿debemos por ventura descubrir cómo alinear nuestro objetivos? ¿Es esto posible sin que perdamos la fantástica diversidad que - en parte - nos define como seres humanos? Pero si todos quisiéramos la misma cosa ¿perderíamos identidad, convirtiéndonos en colonias de hormigas? ¿No es a través del disenso que enriquecemos nuestra experiencia, alimentándonos unos de las ideas de otros?

Si tan solo pudiéramos establecer en qué momento debemos suspender el debate para construir un objetivo en común, de manera que teniendo todos el mismo dejásemos de estorbarnos. Si pudiéramos al menos acordar que esto es necesario, fundamental para que que el conflicto no se trueque en disputa, la disputa en guerra...

Hasta aquí hemos de llegar por ahora. No es tarea de esta columna esporádica redactar desenlaces inexorables. La conclusión brotará (esperamos) cuando descanses la cabeza en tu almohada y los fantasmas que te agobian hallen consuelo - si bien momentáneo - y dejen lugar a la tranquila contemplación de tu propio alma.

Desnuda.
Temblorosa.
Buscando en la niebla otras como ella que tampoco le atienen a la salida.


Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.

martes, 7 de julio de 2009

La recta final

¿Cuán feliz puede ser este año, cuando a mi vecino le vaciaron la heladera? ¿Cuán alegre será esta nochebuena, si deberé pasármela montando guardia para cuidar a los enanos de mi jardín?
Ayer comprendí que está todo revuelto. Eso no me lo enseñaron en la primaria. Consideré la Constitución con desconfianza y sospeché que no me enseñaron nada, nunca. En los últimos tres días he visto más contrastes que en toda una vida de respirar aire argentino. He visto alegría popular confundirse con oportunismos macabros. He visto la voz del pueblo alzarse por sobre la miseria y la desesperación, y he visto a los mercenarios de siempre robando - aún en esa hora gloriosa - espejitos de colores y paraguas. Sentí la emoción pura y honesta de saberme entre personas cabales, idealistas, fuertes de espíritu y voluntad, y también la vergüenza de mirar al costado y descubrir que uno me estaba meando el potus.
Ah, pero la luz que iluminó la patria durante unos minutos... fue sencillamente fantástica. Mis vecinos estaban allí afuera, elevándose entre individuos menos honorables, enarbolando una dignidad que ellos mismos sorprendieron floreciendo en la hora última. He visto a gente que no conocía, y me han visto ellos a mí, y ha sido como si ya no hiciera falta conocernos más.
El país brilló con la luz de la gloria en ese momento. Luego se apagó con brusquedad, y volvimos a nuestro pasado típico y predecible. Individuos oscuros prendieron fuego la ciudad. Personajes siniestros comenzaron a mover sus hilos. Son ellos, los Otros, que no han muerto.
En la escuela no me lo enseñaron, pero ayer comprendí que nunca morirán. Está todo revuelto; y entre lo que no sé, lo que no comprendo y lo que temo descubrir se esconde o expone la verdad.
Hace no muchos días lloré ante el rostro sorprendido de mis padres mi impotencia por no poder cambiar el mundo, mi insignificancia. Esas lágrimas establecían también la noción de la irrelevancia de todo lo que podía abarcar la vista. Miles de personas disienten con esa noción, y si algo aprendí de esta guerra civil, es que tal vez tengan razón.
Es el futuro ahora una página en blanco. Borraron el final que ya estaba escrito para nosotros quienes con gritos y cacerolas sintieron y dispararon un "¡basta!" categórico e ineludible. Y los tentáculos de los desagradables surgen, como siempre, de las alcantarillas y cloacas usuales.
Pero ahora hemos sentado un precedente. Hemos levantado la cabeza. Nos han visto. Nos han escuchado.
Ahora deben temernos.

P.D.: Felices fiestas a todos. No olviden brindar por la libertad y dedicarle a sus vecinos un abrazo fraternal.


N. del E.: escrito en diciembre de 2001, probablemente después del cacerolazo. ¡Qué año para la reflexión, muchachos! ¿Por qué publicarla ahora? Pues porque sí...

jueves, 2 de abril de 2009

Los culpables

Coliflores y rúculas:

Encontrarán que es hoy bien difícil andar por ahí sintiéndose libre de culpa. Será tal vez por esa manía que tienen nuestros contemporáneos de identificar a los responsables de sus miserias o las de otros y lapidarlos simbólicamente o de hecho, según los usos y costumbres de cada temporada. Como no podía ser de otra manera, es habitual que se cometan errores en esta caza de brujas, y que termine pagando un perejil por los pecados ajenos. Ese papanatas te mira, como nos dice nuestro compatriota Gonzalez Oro, desde el espejo.

Desde distintos ámbitos se siente uno perseguido por la noción de que hay algo que no está haciendo bien, aunque no sepa qué yerro concreto está cometiendo.

Hemos sabido, por ejemplo, de un culto que - según intelectuales idóneos - se basa en el precepto de que los seres humanos nacen apestando de cierta culpa heredada, y el objetivo de la vida vendría a ser más o menos juntar el agua necesaria para darse una ducha espiritual.

Nos han aleccionado en repetidas oportunidades - y cada vez con más frecuencia - sobre el conjunto de actividades que desarrollamos desde nuestra ignorancia y tienen como consecuencia la lamentable degradación del ecosistema planetario. Quizás, quién sabe, un papel de caramelo Media Hora arrojado en el lugar preciso cause el desfasaje de los ciclos lunares y reduzca drásticamente la velocidad de expansión omnidireccional del universo.

Hemos sido advertidos sobre la inapelable relación causística entre nuestra falencia a decir "Buen día" y las campañas de exterminio étnico en África central o la esclavitud institucionalizada de trabajadores textiles en Corea del Norte. En algunas oportunidades se adjudica a esta relación una propiedad de retroactividad, según la cual el descuido banal de hoy explica horrores monstruosos del pasado.

Se espera de nosotros que reconozcamos la responsabilidad que nos cabe sobre dramas actuales tan terribles como la desnutrición y mortandad infantil, la escasez de recursos económicos en regiones olvidadas, la amoralidad generalizada en la sociedad y el deterioro progresivo pero rotundo de los valores éticos más básicos en los individuos. Después de todo, ¿qué cabe esperar de un mundo en el que los niños juntan figuritas de Bob Esponja o escuchan canciones de Miranda?

Voy a decirlo de una buena vez: me tienen podrido.

Gonzalez Oro y los fértiles escritores de cartas de lectores a los diarios y los panelistas de Gran Hermano y los críticos de cine y las comadronas que parlotean en la verdulería y los ejecutivos que hacen gala de sus tarjetas de presentación en el puticlub y los estudiantes Letras y los desconocidos que hablan en salas de espera para pasar el tiempo y dicen "esto es culpa nuestra, por ser como somos"... todos ellos me tienen harto.

Y este hartazgo merece aclaraciones, para acallar los brazos levantados y las manifestaciones que ya se avisoran desde el país de los defensores de la libertad de expresión. No es la falta de acuerdo lo que me agota. Ese disenso es una consecuencia natural de que cada uno pueda decir lo que le plazca. Lo que resulta exasperante es escuchar que numerosas voces dicen, una y otra vez, con insistencia, con simulada sapiencia y porfía, que somos "nosotros" los culpables de nuestras desgracias. Porque - y he aquí el carozo de esta aceituna - cuando hablan de "nosotros" no se refieren al dictador que ordena la matanza, al gobernante que acepta el soborno, al juez incapaz de cumplir sus funciones. Se refieren a los que nunca serán dictadores ni gobernantes ni jueces. Cuando dicen "es culpa nuestra", no señalan al criminal que asesina, al corrupto que roba, al pícaro que estafa. Señalan a "la sociedad" por no enseñar a no matar (y todos conformamos la sociedad), cabecean hacia el infeliz que tiene que darle 10 pesos al policía para que no le secuestre el triciclo, vociferan contra el pobre diablo que falló en detectar la malicia del estafador.

Esta sutil inversión de responsabilidad es difícil de detectar y casi imposible de contradecir. En la mayoría de los casos, es más facil demostrar inocencia que culpabilidad. El inocente no halla razón ni sentido en una falsa acusación; el honesto carece de los medios para combatirla con el mismo descaro con el que fue formulada. ¿Pudo alguna vez un esposo fiel fumigar el germen de la duda, una vez que halló refugio en el alma de su amada? ¿Pudo jamás el erróneamente declarado culpable y luego demostrado inocente encontrar la unánime aceptación de quienes pidieran para él la horca?

Una acusación es tanto más poderosa cuanto menos culpable es el acusado.

El acusado eres tú, querido lector. El acusador - ¡oh, ironía! - también eres tú.

Esperan de tí que dejes todo lo tuyo, que renuncies a cada una de tus costumbres, que renieges de todo lo que define tu naturaleza, y que te entregues sin condiciones gritando con todas tus fuerzas "¡¡SÍ, ES CULPA MÍA!!". Exigen que dediques tus días a remendar la falla. Demandan tu contrición eterna. Te intiman mediante panfletos, miradas de reojo, megáfonos en plazas públicas, discursos televisados y - la última moda - videos publicados en Internet. Sociólogos, periodistas, psiquiatras, economistas, sindicalistas, pedagogos, comisarios, celadores, maestros suplentes, barrenderos, inspectores de sanidad y demás figuras de autoridad esperan que aceptes tu responsabilidad irrenunciable sobre todas las desgracias de este planeta.

Y sí, por supuesto que van un paso más allá: te piden que despiertes a tu vecino en medio de la noche, y le recuerdes que también él es culpable.

Me tienen harto. Todos los Gonzalez Oro me tienen harto.

Un beso, un abrazo, un apretón de manos o una caricia, según corresponda.